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domingo, 18 de octubre de 2020

Cuento: "El caballo salvaje"






 

¿Buena o mala suerte?

 Hubo una vez un hombre llamado Juang Hi que era el más pobre de su aldea: solo tenía un hijo y un establo donde vivían sobre un lecho de paja. A causa de diversos infortunios, había perdido a su esposa y a los animales que habían sido su sustento.

No obstante, lo que maravillaba a todo el mundo era que Juang Hi siempre estuviera tranquilo.

Una noche que el cielo se enfadó y lanzó rayos y truenos sin parar, un caballo joven, salvaje y fuerte llegó hasta el establo buscando protección. Estaba herido.

Juang Hi, que era muy compasivo, lo cuidó con esmero. El caballo, agradecido, se quedó con él y con su hijo en el establo.

Todos los vecinos, que los querían, se alegraron de corazón porque su suerte por fin había cambiado. Acudieron a felicitarle y a ver el animal, que era un purasangre y valía mucho dinero.

Juang Hi siguió tranquilo y respondía siempre lo mismo:

—¿Buena suerte o mala suerte? ¡Nunca se sabe!

Sus vecinos no lo entendieron y la vida fue pasando.

Tras un par de semanas, el caballo, acostumbrado a la libertad, acabó huyendo. Juang Hi se encogió de hombros, entendiendo que el animal añoraba los campos.

Todos los vecinos se entristecieron y fueron a ver al desdichado para consolarlo. Él los recibió a todos con la misma frase:

—¿Buena suerte o mala suerte? ¡Nunca se sabe!

Algunos empezaron a creer que estaba perdiendo la cabeza. Aquello no tenía sentido.

Un mes después, el caballo regresó para asombro de todos. El invierno se acercaba y el animal añoraba a sus amigos humanos, la seguridad del establo y el calor. Y traía con él a toda su manada: dos yeguas embarazadas, tres potros jóvenes, cuatro crías y otros dos caballos jóvenes…

Nadie se podía creer aquello. ¡Qué milagro! Aquel pobre hombre se había vuelto riquísimo. Si vendía aquellos caballos o los alquilaba para trabajar, podría pasar el resto de su vida sin preocuparse por nada. Ni él ni su hijo. Eso le decían todos sus amigos.

Él les sonreía y volvía a repetir:

—¿Buena suerte o mala suerte? ¡Nunca se sabe!

Después de aquello, no quedó un solo vecino que no estuviera convencido de que él estaba chiflado.

«Debe de ser por tantas penas», opinaban unos. «¡Demasiados cambios!», opinaban los otros. Él no decía nada.

Al día siguiente, mientras su hijo limpiaba la herida de uno de los caballos salvajes, este se asustó y, sin querer, le dio varias coces. Era joven y no controlaba su miedo.

 ¿Qué pasó? Le rompió al chico las dos piernas, una mano y un brazo, además de magullarle el cuello y la cara.

—¡Esto sí que es mala suerte! —se lamentaron todos los vecinos.

Estaban horrorizados, indignados y muy preocupados. Todos menos Juang Hi.

—¿Buena suerte o mala suerte? ¡Nunca se sabe!

Una semana después, un regimiento de soldados entró en el pueblo. Había estallado la guerra y obligaron a todos los hombres jóvenes a empuñar un arma y a irse con ellos. Al entrar en el establo y ver al hijo de Juang Hi tendido en la paja vendado de los pies a la cabeza, decidieron no llevárselo.

Aparte del chico, solo las mujeres, los niños pequeños y los ancianos se quedaron en el pueblo, y fueron al establo de Juang Hi para quejarse de su mala suerte al perder a padres, hijos y maridos.

—¡Qué buena suerte la tuya y la de tu hijo! —exclamaron.

Y él, sin dejar de cepillar a su primer caballo, respondió:

—¿Buena suerte o mala suerte? ¡Nunca se sabe! 

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